Web José Vílchez Terrón

22 febrero de 1958

El Capricho

Por fin el tren hizo su entrada en la estación de Sevilla.

La estación hervía con el bullicio de la gente; unos que bajaban ya algo cansados y otros que subían. Lágrimas en los ojos de algunos que se despedían, tal vez para no volverse a ver, se mezclaban con los gritos de entusiasmo y los vivas a la Macarena. Algunos soldados también se jaleaban con sus cantos de guerra. Todo esto se me ofreció a la vista y nada me preocupó en lo más mínimo, estaba bastante acostumbrado a estos jaleos; los muchos viajes a Madrid y a otras capitales, me habían acostumbrado.

Sin embargo, cualquiera que hubiese observando mi semblante, habría descubierto como me fijaba, con cierta curiosidad, en uno de los ángulos de la calle, ya algo lejos de la estación. Efectivamente, hacia dicho punto encaminé mis pasos, con cierta curiosidad, para ver qué es lo que le ocurría a aquel niño que tan desaforadamente lloraba. Por ver si podía consolarle, hallándome junto a él, le pregunté entre amable y curioso:

—¿Qué te ocurre? ¿Te han pegado? Di ¿por qué lloras?

El niño, sin hacer caso de las preguntas que le había hecho, siguió llorando con el mismo ritmo, o tal vez con más fuerza. Parecía estar ensimismado con algún pensamiento y que no había advertido mi presencia. Sus ojos, arrasados en lágrimas, estaban fijos en un escaparate, que junto a nosotros se encontraba. En el escaparate había juguetes de todas las clases, también había dulces y otras muchas cosas que sería imposible enumerar.

Mi curiosidad aumentaba cada vez más, las preguntas que me hice a mí mismo fueron innumerables, pues pensaba que, tal vez, se le hubiese muerto el padre o la madre, quedando el pobrecillo desamparado y sin más consuelo que sus lágrimas que, por sí solas, hubiesen bastado para conmover el alma del más duro tirano.

Me acerqué aún más a él y, cogiéndolo por la mano, le volví a preguntar con el tono más dulce y cariñoso que pude:

—¿Qué desgracia te ha ocurrido, que con tanta amargura la lloras?

El niño se volvió hacia mí y mirándome con recelo, me dijo:

—Ninguna desgracia me ocasiona este llanto, caballero; lloro, porque quiero reír.

Extraña respuesta, pensé para mí, jamás vi que aquel que quiere reír tenga que llorar tanto y llegar a esos extremos de tristeza.

El niño pareció adivinar la causa de mi silencio, así como las innumerables preguntar que le caerían cuando saliese de mi momentáneo letargo. Antes de que yo abriese la boca, el niño prosiguió:

—Como usted lo oye, lloro porque quiero reír; varias veces he repetido esta forma de comportarme y ninguna de ellas ha dejado de darme un triunfo, en lo que he pedido o deseado.

Mi padre y yo llegamos esta mañana a la estación, veníamos de compras a la capital, cuando llegamos a este escaparate me quedé mirando, fijo, a aquel juguete grande que hay en la parte derecha del escaparate. Sujeté a mi padre y le rogué que me lo comprara; cosa que no aceptó, pero que espero aceptará, pues, le conozco muy bien y sé que, en cuanto llegue y me encuentre tal como me dejó, llorando, me lo compra; con lo cual podré reír y divertirme por mucho tiempo.

Me dio aún más que pensar. la explicación del llanto, que el propio llanto: ¡Hasta dónde llega la sagacidad y los caprichos de algunos niños!

Señores, de esta narración podéis sacar el fruto que queráis, tal vez de necia la culpareis, pero yo, que fui quien vivió este caso, os digo que como conclusión saque y a fe mía doy testimonio de ello, que; ningún capricho satisfecho satisface.

Tengan en cuenta los padres que, si por un capricho vuestros hijos lloran hoy, por un ciento os harán llorar mañana, sin que ya tenga otro remedio que las lágrimas (que por cierto serán muchas) pues acabareis siendo esclavos de aquel capricho primero. Satisfaciéndolo creísteis que cortabais el llanto de vuestro hijo.

¿Verdad padres, que hoy sentís el peso de los caprichos de vuestros hijos? Vuestro hijo llega a casa y se cree príncipe y señor, y es que está acostumbrado a ello. Cuando era un niño, se le hacía un nudo en el cordón del zapato y, veloz, la madre corría a desatarlo, pues sabía que era barraquera segura, ella le daba un besito en la frente, le acariciaba un poco y el niño quedaba satisfecho de su victoria.

Hoy es diferente, el transcurso de los años se ha encargado de aumentar el cuerpo del niño; ya no es un niño, aunque tampoco es un hombre; su aspecto de cómico nos lo dice: ha crecido bastante, pero su barba aún está muy despoblada; sus largos brazos están faltos de ligereza; sus movimientos, son completamente diferentes a los de un hombre. Su voz ya no es la de un niño, pero está muy lejos de tener el sonido campanudo que caracteriza al hombre; sus catorce años no pueden ser como los treinta del hombre, por más que se esfuerce en que lo sean.

Esta edad, por sí sola, ya trae ciertos caprichos, pero un niño bien educado, cuando llega a esta edad, sabe vencerlos. Sin embargo, el niño al que nos estamos refiriendo, hijo de aquellos padres que por no oírlo llorar corrieron a mimarlo, hoy se encuentra en los catorce años, “edad burral” como la llaman algunos sabios. Este niño se levanta por la mañana y sus ojos inquietos busca algo que él sabe que no encontrará; precisamente eso es lo que busca, llama a la criada con voz estrepitosa, rabia, patalea y pone a toda la casa en desorden. Cuando llega la criada, es la primera que recibe los improperios más grandes que se le pueden decir a persona alguna.

—¿Dónde estabas? Hace ya dos horas que te estoy llamando… ¿es que no sabes que tenía que levantarme…? Ese pan que comes hay que ganarlo… ¿Dónde las has metido?…

La cosa seguiría más adelante, si la madre no interviniera, llevando la corbata en la mano, y diciendo:

—La pobre no tiene ninguna culpa, la cogí yo para planchártela, anda, no te irrites, ven… que ya tienes el desayuno preparado.

Cuando sale a la calle se cree un don Juan y, según él, no queda una mujer que le mire que no muera de amor por él. En la clase, siempre le hace callar al profesor, sobre todo cuando se trata de religión. Con los amigos, su opinión siempre es la que vale, pues no queda ninguna de las ramas de la ciencia que no haya penetrado su inteligencia.

En sus versos, se siente mucho más inspirado que Espronceda, se siente indagador y aventurero, todo esto no es de extrañar, ni por eso se deben alarmar demasiado los padres, lo malo viene después, cuando llega la hora del desengaño. A esta edad, se le suele llamar “la de las decisiones”, y por cierto, con mucho fundamento. Todos nos encontramos un día ante dos caminos y, forzosamente, tenemos que escoger el ir por uno de ellos. De niño jamás su imaginación se vio turbada por estos pensamientos, sin embargo, hoy tiene quince años, está abatido y ha experimentado los zarpazos de la pasión. En todas partes ve la cara de una mujer, en su cuerpo ha sentido algo desconocido hasta ahora; la pasión y el vicio le llaman por un camino fácil, de placeres, lisonjero, sin demasiadas molestias. Dios y la Iglesia le llaman por otro, no tan atractivo, por cierto, pero de mejores frutos.

¿Quién vencerá? Dios o el demonio. ¿Quién se llevará su alma? Pues mucho depende de la formación que, hasta ahora, sus padres le hayan dado. Si le dieron una formación religiosa buena y corrigieron sus caprichos, haciendo de él un niño obediente, hoy no tendrá que pensarlo mucho, no cabe la menor duda que vencerá en su lucha contra el mal. Si, por el contrario, no se preocuparon por su educación ni corrigieron sus caprichos, hoy no podrá resistir las tentaciones y correrá por el camino más fácil, el camino del mal.

Como consecuencia de esta mala educación que a su hijo le dieron, los padres recibirán el desprecio de su hijo, que en su madre verá una mujer más que le esclaviza y en su padre verá un tirano que se quiere aprovechar de su trabajo.

Padres, ahora estáis a tiempo, vuestros hijos están pequeños, pero no olvidéis que algún día crecerán, tendrán que alternar en la sociedad, sufrir muchos desengaños, ganarse el pan con el sudor de su frente y no olvidéis, también, que todo en este mundo exige sacrificios, pero la fe y la paciencia, todo lo alcanzan.

Duro se hace y muchos sacrificios cuesta, llevar a los hijos por el camino del bien, pero mucho más amargo y duro debe ser el verse despreciados por los hijos, cuando ya los años sobre nuestras cabezas pesan.

“La paciencia es amarga, pero su fruto es dulce”

José Vílchez Terrón

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